Hablar de David Lynch, es provocar lo decimonónico en la actualidad llena de apariencias ligadas al mainstream. Y eso lo hace de una peculiaridad magnífica y perseguidora.
Perseguidora es la sensación de conocer minuciosamente todo el universo subjetivo de cada obra.
Un Universo lleno de texturas, de paso referir que en lenguajes visuales la textura no solo se refiere a apariencia externa de la estructura de objetos y materiales sino al tratamiento y significado sustancial y proporcional que se le da a una superficie a través de diversos materiales.
Lynch aúna una gama intendenciosa de peculiaridades exquisitas con tonos que no podrán ser leídos de un único modo. Tonos abstractos, no menos aterradores, invariablemente filosóficos entremezclados con lo onírico.
David Foster Wallace se atrevió a proponer una definición académica del término Lyncheano: “una clase particular de ironía en la que lo muy macabro y lo muy mundano se combinan de tal manera que revelan la perpetua inclusión de lo uno en lo otro”.
Me adentraré ha ese mundo colosal y referiré mi experiencia.
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Me adentraré ha ese mundo colosal y referiré mi experiencia.
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